La mesa
Ernesto Cera Tecla
Esa tarde, el cansancio no era para menos, el tráfico de la ciudad
y el trabajo de gabinete me habían agotado. Pero el deseo de ir al Café me
levantó el ánimo. Quizá porque no siempre la vida nos obsequia días memorables.
Motivado, dejé la computadora y
me dirigí al espacio decorado
de arte sacro, artesanía mexicana y litografías alusivas al grano
aromático. Al llegar, deslicé la puerta corrediza. No pude dar un paso más.
El pasado me detuvo. Mi mirada se prendió del lirio agazapado en la ventana.
Recordé la mesa que consagré esa tarde de verano. Sí, la tarde que la
joven caminaba por el circuito de la universidad de la Ciudad de México. Su mediana estatura igualaba perfectamente su cuerpo
esbelto. Sus ojos grandes miraban un punto sin fin en el horizonte. Su piel bronceada
resplandecía bajo el sol. Sus labios carnosos presumían sus dientes de cisnes.
Sus cabellos largos y rizados se perdían en el color de la noche. La joven atesoraba una belleza inusual, afable, difícil de olvidar.
Tras el recuerdo, entré al salón aromatizado de café. Las flores
flamencos colgaban en cada esquina. El reloj de pared lidiaba furioso con el
tiempo. Las mesas de encino aguardaban impacientes por todos lados. El Café se había mistificado. Busqué la mesa
inolvidable, pero unos jóvenes uacemitas la tenían ocupada. El anhelo de mirar
sus cabellos largos y negros se esfumó con el bullicio de la avenida.
Desganado, tomé la mesa que encontré a mi paso. La añoranza
me hizo indiferente a mis sentidos. En otra mesa no podíamos encontrarnos ni
platicarnos. Perturbado, abrí el
periódico. Intenté distraer la desilusión.
—“Decena
trágica...”— leí.
No pude más. Regresé el Diario a su lugar. Pedí a la mesera me
permitiera poner un disco. Aceptó gustosa. Me dirigí a la computadora y a la discografía. Escogí Poetas de
la guitarra. Inserté el cidi y me apresté a reproducirlo. Pero una fuerza extraña me
impidió hacerlo. Mi no sentido entendió el misterio y paralizó mi cuerpo tras
el cristal polarizado.
—¡No puede ser!— exclamé en silencio.
—¡Sí! Es ella— volví a decirme asombrado.
Los jóvenes de la mesa consagrada
callaron y la miraron cruzar de frente. La silueta de la chica tomó la
palabra del silencio. Su falda floreada y entallada dejó
entrever sus muslos desnudos de ébano. Su blusa transparente presumió las luces
de dos luciérnagas palpitantes. Los trazos se pelearon por dibujar su extravagante
cuerpo. La joven trigueña esparció, sin aflicción, su exotismo. La saludé con un
suspiro por la espalda. Conmovido, le
sonreí y volví a la
computadora. Lancé la música.
Los poemas de la música se fundieron en el silencio. Ella se sentó frente a mi
mesa y pidió un té de frutas. Yo, había terminado, pero tuve el deseo de un
café más.
—¡Hola!— la saludé.
—¡Hola!— me contestó a medias.
Después del cumplido, me dijo que la
música le gustaba. En mi turno contesté:
gracias. Enseguida, cruzó las piernas, levantó la espalda hasta pronunciar sus
pechos y se recogió el cabello para extasiarse. Inmóvil, suspiré y bebí el aire
cálido y dulce de sus movimientos. Mientras la música fluía, nos miramos una y
otra vez, platicamos en silencio. La tarde se hizo suave y sensible. Las notas de la música se esparcieron por
todos lados. El ruido se suspendió por instantes. La charla siguió hasta que el
disco decretó una tregua. Al terminar la primera pieza, los chicos de la mesa del
recuerdo se marcharon. No le di importancia. Volvimos al diálogo. Pero
apenas terminé mi turno, el ruido de la puerta corrediza nos detuvo. Un joven
entró apresurado. Se dirigió a Ella.
—¡Raquel! ¡Perdón por la tardanza!— dijo
apenado y sofocado.
—No te preocupes— respondió desganada.
El chico se disculpó con un beso. Pagó
la cuenta, se abrazaron y se retiraron.
Al verla partir, le grité con todas mis
fuerzas:
—¡Raquel!
No contestó.
Entonces las nubes pintaron de gris el cielo, la lluvia cayó en
el asfalto y el viento doblegó mi esperanza. No dije más frente a la mesa
consagrada. También pagué la cuenta y abandoné el Café sin despedirme.
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